Don Panchito Andino, un viejecito muy simpático que vivió en el barrio de La Tola, fue un verdadero tesoro de tradiciones, leyendas y otros temas quiteños muy curiosos.
A sus ochenta y cinco años, conservaba su memoria fresca y relataba con los más pequeños detalles de acontecimientos muy antiguos. A las diez de la mañana, Don Panchito acostumbraba sentarse en un rincón del patio de su casa, para recibir el sol mientras acariciaba al último de sus nietos, un travieso pimpollo de tres años de edad.
Era el momento más oportuno para charlar con él, sobre todo si esta charla se la iniciaba con un buen cigarrillo. El viejecito entonces, torcía sus barbas blancas, avivaba su mirada algo caída por el peso de los años, cogía su bastón entre sus gruesas manos y empezaba a conversar.
“Dicen que a usted le agrada saber tantas cosas que han pasado en Quito, pues yo sé muchas, porque cuando muchacho era muy metido en los conventos.
Me gustaba acolitar las misas, y los padrecitos de Santo Domingo, para qué quejarme, me trataban muy bien.
Ah! no me olvido de ese rico dulce de higos que me daban los días de fiesta, y el dulce de toronjas; pero en una escudilla grande, con un pansote y casi medio queso!
Y haber tenido que vivir para ver lo de este mísero tiempo! No! No!
Bueno; por eso sé muchas historias verídicas que sucedieron aún mucho antes de que yo sea niño. Pero voy a empezar por la leyenda de la cruz de piedra de la Catedral. Óigame muchacho. “
La fonda del duende negro
A una cuadra y media de la Capilla Mayor, había una casita con el techo bajo y extendido. Tenía una tienda y dos ventanitas a los lados, de manera que por la noche en verdad parecía la cabeza de un duende. Por eso le llamaban “la Fonda del Duende Negro”.
Allí preparaban unos platos exquisitos y servían buenos licores. De modo que concurría lo mejor de Quito. En un cuarto de esa casa, se reunían de costumbre y todas las noches, tres caballeros vestidos de blanco, con amplias capas negras que les caían hasta los tobillos, y sombreros alones calados al ras de las orejas. Se sentaban alrededor de una pequeña mesa, y en tanto tomaban una que otra copa de anisado, concentraban su atención en el más reñido juego de baraja. Los modales distinguidos, la forma de hablar elegante y nada común, delataban que los tres debían pertenecer a familias cultas. Así probaba también el trato deferente que les prodigaba el dueño de la fonda.
Las apuestas se repetían y la suerte, como inquieta mariposa, se posaba ya en uno, ya en otro, infundiéndoles entusiasmo y capricho. Las monedas de plata sonaban continuamente sobre la mesa, y las horas pasaban sin sentir para los tres jugadores.
Hasta que, cuando la noche llegaba a su fin o había empezado la madrugada, festejaban el resultado de la brega apurando sendas y reforzadas copas del mejor vino y se retiraban a descansar en sus moradas, citándose siempre para la noche siguiente.
La noche trágica
Una noche los tres caballeros concurrieron como de costumbre a la Fonda del Duende Negro, y estuvieron tan contentos al iniciar la partida de baraja, que bebieron más anisado que el que ingerían de ordinario en tales casos. Lo cierto es que al dar las doce de la noche interrumpieron de repente la partida y uno de ellos dirigiéndose al otro, visiblemente colérico, le dijo:
– Así no juega un caballero!
– Estás equivocado, pues he jugado muy limpio, repuso el otro calmadamente.
– Te digo que no, porque has visto mis cartas!
– Te aseguro que no hay tal cosa, pues ha sido sólo una casualidad que haga esta buena jugada.
– Eres un embustero!
– Pero, hombre! No hay motivo para que te enojes. Estás equivocado!
– El equivocado eres tú, porque a sujetos de tu calaña se trata de este modo!
Y levantándose violentamente de su asiento, asestó a su contrincante una tremenda puñalada. El hombre herido murmuró algo que no se le pudo entender, y cayó al suelo sin movimiento.
Al poco rato, un hilo de sangre que le salía del pecho, manchaba su vestido blanco y caía en las enormes alas de su capa negra. Sorprendido de lo que había hecho, el hombre del puñal, acudió a su cordura y exclamó aterrorizado:
– Qué horror he muerto a mi mejor amigo! Soy un miserable! Un miserable! Luego se agachó, abrazó al herido y tristemente le dijo: Perdóname, que soy un miserable! Después, se levantó y fugó.
La revelación de un secreto y la promesa de construir la cruz
Quedó todavía tendido un buen rato el herido en el reservado de la Fonda del Duende Negro, hasta que inquieto el dueño preocupado por los posibles resultados con la policía, obligó al otro compañero que sacar el supuesto cadáver.
Efectivamente, el tercero de los amigos, cargó sobre sus hombros al caído y abandonó la fonda. Lo llevó así un gran trecho, hasta la esquina del atrio de la Catedral, donde había un montón de piedras para una construcción.
Se decidía a continuar el camino hasta la casa, cuando oyó una voz lastimera que le decía:
– Espera… Hazme descansar un momentito que me muero… !
Era su amigo herido. Accedió al pedido y le hizo que se tienda en el suelo ocultándole detrás del montón de piedras, mientras pensaba lo que debía hacer.
– Mira… acércate, repitió entonces el herido.
– Estás grave? quiero llevarte a mi casa para que te cure un médico amigo mío, le contesto el otro.
– No, óyeme, y te ruego por la memoria de tu madre, que guardes el más estricto secreto.
– Muy bien. No tengas cuidado, que yo sabré ser siempre tu amigo leal.
– Quítame el sombrero, replicó el herido haciendo un esfuerzo para reprimir el dolor.
– Ya está; pero… si eres un sacerdote!
– Ya lo ves; pero hago solemne promesa, de que si salvo con vida esta aventura, no volveré más a estas correrías e influiré en todo medio para que en este mismo sitio se levante una cruz de piedra, como recuerdo perdurable de mi conversión!
– Hombre! Me has dejado pensando! Pero… es necesario curarte inmediatamente. Vamos, que te cargo!
– Aguarda. No me lleves a tu casa. Llévame mejor a la casa de la familia que está en la Loma Grande; pero envuélveme bien en mi capa, y si alguien se percata de la extraña forma de conducirme, le dices que estoy beodo de remate. Vamos! Y que la providencia te dé fuerzas.
– Y de qué convento eres?
– Me has prometido que guardarás el secreto de todo esto, y te voy a satisfacer. Soy del convento de Santo Domingo… Por favor vamos, que siento una debilidad de muerte.
Cumplió la promesa
Y sucedió que el leal amigo del herido, hizo todo fuerzo para llevarle a la casa indicada, dando rodeos por calles apartadas y obscuras, para que nadie se informara del asunto.
Aunque en lo que se refiere al secreto, parece que no anduvo muy discreto porque aún varias días después la gente iba a la esquina del atrio de la Catedral, a mirar la sangre que había quedado allí, y no escatimaba comentarios y conjeturas sobre el desgraciado incidente, insistiendo en que los tres amigos pertenecían a familias quiteñas muy distinguidas y ricas, que por casualidad se habían conocido en la Fonda del Duende Negro.
De que el herido salvó de la muerte, no hay duda, como también de que se concretó contrito y santamente al ejercicio de su misión sacerdotal, porque al cabo de poco tiempo, en la esquina del atrio de la Catedral, se levantaba majestuosa una cruz de piedra labrada, que se conserva hasta nuestros tiempos como un apreciado monumento colonia!
Fue cabalmente obra del religioso herido que milagrosamente salvó su vida.
Libro: Tradiciones Quiteñas
Autor: Guillermo Noboa Rodríguez
Fuente: https://museosdmqjennifermeza.wordpress.com/2015/05/12/la-cruz-de-piedra-del-atrio-de-la-catedral/