Sin embargo, el encierro y la oración hicieron poco para vencer sus ímpetus juveniles. Pronto la tentación llamó a su celda en la forma de un compañero de encierro que le conversó sobre sus evasiones nocturnas para visitar a unas damiselas de la vida alegre que se prestaban a compartir sus encantos con los buscadores de aventuras.
Así, una noche, con varios compañeros de la Orden, miembros de este grupo de “chullas quiteños” vestidos con sotanas saltaron el muro del Convento de San Diego al que se pertenecían y fueron a una fiesta previamente concertada con una de las damiselas, que pretextando llegar a misa, se ponía en contacto con cualquiera de los frailes cuando pasaba el cepillo de recoger las limosnas durante la misa. Tomaron su ruta acostumbrada y se dirigieron hacia Santa Clara por la quebrada de Auquy, de allí, hacia la esquina del “sapo de agua” donde se encontraba ubicada la casa donde les esperaba una noche de música, baile, parranda y algunos pecadillos inmencionables con las divertidas jóvenes que los esperaban.
Al empujar la puerta de calle, ésta se abrió con facilidad, indicación de que se los esperaba; y, con la confianza de quien llegaba a casa propia, los cuatro compinches ingresaron por el largo zaguán en dirección a una pieza del fondo, donde brillaban las luces de las velas de cebo con las que se iluminaban las habitaciones. Sin embargo, al llegar, se sorprendieron al encontrar que la habitación estuviese vacía, puesto que habían escuchado algunas voces y hasta el tañer de una arpa criolla, que evidenciaba que allí se celebraba una fiesta…
Sorprendidos, los novicios franciscanos se miraron unos a otros sin saber qué hacer, cuando de pronto, de atrás de unos biombos que dividían la sala, saltaron sobre ellos un grupo de frailes dominicanos tomados de las manos de las señoritas de la casa que vestían sus mejores galas, y burlándose de ellos por la cara de susto que pusieron ante semejante recibimiento. El arpa volvió a manos del cura dominico y se reinició el baile y el festejo, entre risotadas, besos, manoseos y escapadas ocasionales de alguna damisela con cualquiera de los legos, a la misteriosa habitación que se trataba de ocultar con el biombo.
Manuel Almeida quedó fascinado con la aventura, sumado a que debido a su buen porte, saber pulsar la guitarra y tener un bien timbrada voz de tenor, logró conquistar los favores de las anfitrionas que se disputaban por colmarle de mimos. Y es así cómo empezó una sucesión de noches en las que la libido del joven aspirante a cura franciscano despertó, hasta convertirse en una fuerza incontenible que lo obligaba a escapar del convento todas las veces que era posible, con o sin la compañía de sus primeros compañeros de juerga.
El invitado, Manuel Almeida pasó a ser promotor de las escapadas; y, sus exigencias eran tantas, que los compañeros que lo iniciaron, preocupados tuvieron que romper su amistad por temor a ser sorprendidos. Una cosa era un pecadillo eventual, y otra, hacerlo todas las noches. Además, el cura coadjuntor, que sospechaba de los desmanes de algunos de los miembros de la congregación, un día mandó a que se elevase la altura de los muros del convento de tal manera que ya no era tan fácil escaparse.
El novicio Manuel Almeida, obsesionado, buscó la manera de salir de su encierro y se percató que podía lograrlo, saliendo por una ventana de la capilla. Pero, para alcanzarla debía utilizar la escultura de un Cristo Crucificado a manera de escalera hasta alcanzar sus hombros y saltar a la plazoleta fuera del convento.
Pues bien, hecho el intento, logró conseguir su camino a la libertad y repitió la operación de salida e ingreso en muchas ocasiones, hasta que, cansado el Cristo de servir de vía de escape al pecador, una noche, al sentir el peso del cuerpo del novicio sobre sus hombros, abrió sus labios y recriminó:
¡HASTA CUANDO PADRE ALMEIDA!.
Sorprendido al escuchar que el Cristo de madera le hablaba, con la rapidez de su ingenio el joven atinó a responderle:
¡HASTA LA VUELTA, SEÑOR..! y continuó su camino para volver a la madrugada, cuando los gallos empezaban a cantar en los patios del convento. La noche siguiente se repitió la escena y el Cristo volvió e recriminar a Manuel Almeida ¡HASTA CUANDO PADRE ALMEIDA!
Y la respuesta fue la misma: ¡HASTA LA VUELTA, SEÑOR..!
Sin embargo, cuenta la leyenda, que una madrugada en la que se había extralimitado de tragos, el padre Almeida regresada al convento, cuando en el camino se encontró con un funeral que subía hacia el Cementerio y curioso preguntó a un de los acompañantes quién era el difunto y la respuesta fue: “Es el Padre Almeida” al que llevamos a sepultar.
Efectivamente, al acercarse al andamio en que se solía llevar a los difuntos; y levantar la manta con la que se lo había cubierto, se vio así mismo muerto, lo cual le produjo un terrible impacto. Apresuró su paso, llegó a la muralla del convento, la trepó con agilidad que le había dado la práctica; y, cuando se deslizaba abrazado al Cristo, este pronunció su acostumbrada frase: ¡HASTA CUANDO PADRE ALMEIDA! pero no recibió la respuesta acostumbrada.
Cuentan que esa fue la última vez que Manuel Almeida escapó del convento. Desde ese día, se convirtió en el más devoto de los novicios e inició una carrera que llegó casi hasta la santidad.
El Convento de San Diego, rehabilitado por el Ilustre Municipio Quiteño aún se levanta en el lugar que lo edificó. Lo que ha desaparecido es un “Diario” en el que se dice el Padre Almeida escribió sus memorias. Sin embargo, los quiteños insisten que entre las muchas obras que dejó para la posteridad, está el villancico que se suele cantar en la época navideña y que dice:
Dulce Jesús mío
Mi niño adorado
ven a nuestras almas
ven no tardes tanto.
Tomado del libro “Historias quitenses” de Marco Chiriboga Villaquirán