La capital ecuatoriana es cuna de tradiciones y sus colaciones, que cumplen cien años, halagan el paladar de los quiteños y se resisten a desaparecer, aunque sólo un artesano sigue con la elaboración de estos dulces. A comienzos del siglo pasado muchas familias se dedicaban en Quito a la elaboración de esos dulces, imprescindibles en los bolsillos de los escolares de la época, pero ahora sólo sobrevive el negocio de colaciones de Luis Banda. Banda es heredero orgulloso de una tradición que se resiste a dejar que desaparezca “mientras viva”, según dice este año, en el que sus golosinas cumplirán un siglo. Su abuela, Hortensia Espinosa, aprendió el oficio de unas tías suyas y en 1915 fundó un pequeño negocio de colaciones en un local ubicado frente a la Cruz Verde, en el populoso barrio de San Roque. Luis heredó el oficio y mantiene hasta ahora Las colaciones de la Cruz Verde, pese a que no es un negocio muy rentable que deje muchos réditos económicos. “Es un negocio familiar” y de esa manera permanecerá, afirma Luis, cuyo local se trasladó del sitio original a otro lugar cercano, donde comparte los quehaceres con su mujer. Es consciente de que quizá sea el último de los artesanos de las colaciones, aunque no pierde la esperanza de que alguien continúe con la tradición que ha encantado a los quiteños desde hace un siglo. La colación es un pequeño dulce redondo con relleno de maní o almendra, en cuya elaboración se utiliza azúcar, agua, limón, esencias y “algunos otros secretitos”. Desde que su abuela empezó con el negocio, las colaciones “son las mismas” en sabor y textura y, por eso, Luis se atreve a decir que las de ahora son las mismas que las de hace cien años. Indígenas, autoridades, ricos y pobres visitan el local todos los días para comprar las colaciones de la Cruz Verde: “No hay presidente de la República que no haya probado mis colaciones, pero el más goloso fue el doctor (José María) Velasco Ibarra”, que gobernó en distintos periodos entre 1952 y 1972. Su caramelo es muy apetecido, sobre todo por los mayores, ya que a los jóvenes, según acepta, “les gustan más, no sé por qué, los caramelos de colorantes que venden en las tiendas”. Además, el producto que elabora “es sano, no es nocivo” y tiene un aditamento que lo hace especial, cuenta Luis al revelar uno de los secretos más preciados en la elaboración del caramelo: “Aquí se pone agua bendita”. Por eso, a más de endulzar el paladar, “cura el alma” y parece ser un elixir para algunos ancianos. “Algunos viejitos vienen y me dicen: si no chupo dos colaciones por la noche no puedo dormir”, cuenta Luis. Aunque lo ha pensado, el caramelero quiteño no tiene intención de expandir su negocio, menos aún de adquirir maquinaria para aumentar la producción y exportar. “Es un negocio familiar” y “esto se mantendrá así, tal como está. Esa es la promesa que hice”, señala Luis, que aprendió el oficio de su abuela y de sus padres. “Mientras tenga salud y vida, las colaciones de la Cruz Verde no van a faltar jamás”, afirma al recordar que a su negocio han llegado también emigrantes que han retornado al país y extranjeros atraídos por la fama de la que gozan sus caramelos. Su vida cotidiana comienza muy temprano en la mañana, cuando alista los materiales para hacer varias “paradas” o tandas de caramelos. Hierve el azúcar con el agua hasta tener una jalea melosa, luego coloca el maní o las almendras en un viejo pailón (cacerola poco profunda) grande, heredado de sus padres, que agita ágilmente en un movimiento pendular. El fuego y el bronce, como si fuesen mágicos, moldean las pequeñas canicas de dulce que adquieren colores intensos, dependiendo de las especias con las que se mezcla la miel. A los ojos aparecen cientos de bolitas verdes, tomates o blancas que ya bien definidas se ponen en cestos para la venta. Este oficio seguirá “mientras Dios me de vida”, asegura Luis Banda, cuyas colaciones forman parte de una de las más dulces tradiciones quiteñas.
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